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PENSAR ES GRATIS | UN POCO DE ÑAUPA

By 27 abril, 2012diciembre 13th, 2014No Comments

Conocida es la referencia “eso es del tiempo del ñaupa…”, mentada para hacer notar la extrema antigüedad y lejanía de nuestros días.
En la cultura quechua tiene el mismo significado: lo antiguo, sin embargo, coloca a ÑAUPA por delante, no detrás. Es decir que el pasado no se olvida por ser lejano, sino que se tiene por delante entendiendo que de él dependemos. Nuestros padres fueron antes que nosotros y por eso ellos deben estar delante, observándolos aprendemos sin perder nuestra identidad, aun de sus errores.

Pensando en esto, creo que es importante un poquito de ñaupa en estos días.
Leí una nota que el periodista Tomas Eloy Martínez * publicó en el diario La Opinión en noviembre de 1972, haciendo una descripción de la clase media argentina.
Clase media que hace 40 años representaba el 50% de la población de nuestro país y, por vivir colonizada, fue diezmada hasta casi su destrucción.
Recién después de muchos años de constante deterioro, hace poco más que un lustro, comenzó a revivir.

Algunas preguntas que surgen en mi cabeza y las dejo flotando para pensar:
¿Tiene la clase media de hoy conciencia de su clase y el valor que esto implica?
¿Sigue enferma de individualismo?
¿Es seducida todavía por las clases dominantes?
¿Vende aún su alma para ser aceptada por la clase alta?
¿Es esclava del “éxito” impuesto por medio de la publicidad y la moda?
¿Cómo vemos nuestra generación ante el espejo de la clase media de los 70?
En forma específica para quienes somos cristianos y más aún para los evangélicos, ¿cuál es nuestra posición ante las realidades que presenta Tomás Eloy?

Espero que esta nota sirva para que meditando podamos recurrir a las enseñanzas de Jesús que desde el Sermón del Monte nos vacuna para no ser infectados con ese virus de individualismo que todo lo vuelve líquido, como dijera Sigmund Baumann, siendo permeables al deseo de Dios y por ende libres de toda dominación, portadores de corazones de carne y no de piedra.

Y les daré un corazón, y un espíritu nuevo pondré dentro de ellos; y quitaré el corazón de piedra de en medio de su carne, y les daré un corazón de carne, para que anden en mis ordenanzas, y guarden mis decretos y los cumplan, y me sean por pueblo, y yo sea a ellos por Dios” , Ezequiel 11.19-20. 

LA IDEOLOGÍA DE LA CLASE MEDIA  
Tomas Eloy Martínez, diario La Opinión, noviembre 1972

“La clase media es mayoría absoluta en la Argentina y, como tal, podría imponer sus propios candidatos en las elecciones de 1973. La utopía es imposible porque ningún estrato social está, como ése, tan enfermo de desunión y desesperanza”, empezaba diciendo la presentación de una serie de cuatro notas que, bajo el título de “La ideología de la clase media” publicaba Tomás Eloy Martínez en La Opinión. El trabajo empezaba definiendo el origen histórico de ésta clase, desde la inmigración de fin de siglo, y sus consecuencias: “La obsesión era consumir, aspirar la droga del confort, introducirse en un paraíso artificial cuyos dioses eran el automóvil y la casa que envidiarían los vecinos. La clase media argentina es madre y hermana de esos vicios absurdos, de los que se contagiaron algunos dirigentes sindicales y a los que la clase obrera sigue siendo inmune sólo porque ha aprendido el lenguaje de la solidaridad del grupo.
Pero la enfermedad del consumo es infecciosa y como toda peste puede extenderse. Al menos se sabe que el Burgués Nacional es el bicho que la inocula y quizás alcance ese dato para prever las calamidades que pueden abatirse sobre la Argentina cuando el Burgués –que es  mayoría- vote en marzo de 1973.”

Después, Martínez definía a esa clase media –casi el 50% de los habitantes del Gran Buenos Aires- y hablaba de su resistencia al cambio, de su aceptación de los valores tradicionales, de su imposibilidad de tener políticas propias, y narraba casos más o menos patéticos en que las apariencias –un departamento bien ubicado aunque minúsculo, un coche con etiquetas que simularan viajes- determinaban su actuación. “Su Gran sueño es ascender de categoría, comer los mendrugos del privilegio, o por lo menos aparentar que está en condiciones de hacerlo. Por eso adhiere con fuerza a la ideología de los dominadores: porque se desespera por ser aceptada.”
La última nota de la serie, que trascribo en forma literal, se abría con un título sugerente…

El psicoanalizado burgués nacional puede convertirse en un marginal
Sirviente de las apariencias y de la opinión ajena, víctima fácil de los caudillejos que han aprendido a plagiar su lenguaje aunque no defiendan sus intereses, enfermo de la peste del Consumo, intoxicado por una publicidad que halaga su individualismo y le impone una filosofía del éxito según la cual todos males pueden ser comprados con dinero, el Burgués Nacional vive para morir de frustración.
Como carece de una ideología de clase, los sentimientos a que obedece siempre le son impuestos desde afuera: su Credo es la ley que otros escribieron. Y aunque él intuye confusamente que esa ley lo reprime, no sabe con qué clase de libertad puede reemplazarla. En la década del 60 su tabla de salvación fue el psicoanálisis, pero costaba tanto dinero aferrarse a ella que la clase media baja no tuvo más solución que seguir viviendo con los traumas a cuestas. Según el estudio de Héctor Pessah, la clientela de los analistas correspondía en buena medida a la burguesía alta y media, con predominio de adultos jóvenes, argentinos de segunda o tercera generación y –en particular- de origen judío. Las mujeres eran mayoría en una proporción de 4 a 1.
El Burgués Nacional sintió que el psicoanálisis era el perfecto sustituto de la Religión Perdida y que su primer mandamiento -“Tratarás de adaptarte a la sociedad en que vives”- convenía perfectamente a su necesidad de resignación. Los pacientes admitían que en el diván podían aprender a ganar más dinero, a disfrutar de una vida sexual más espontánea y a convivir sin miedos consigo mismos. Pero en mayo de 1969 los propios analistas comenzaron a elevarse contra esa complicidad de la ciencia con el consumo, y planificaron una batalla que tendía a tratamientos más rápidos, infinitamente más baratos y -lo que era primordial- a un compromiso de fondo con los conflictos sociales y políticos del país. El Burgués Nacional perdió, así, la exclusividad de un templo en el que estaba feliz y advirtió con tristeza que analizarse ya no era un privilegio a través del cual se acercaba a la clase alta.
Ser burgués entrañaba para él un serio problema de identidad: lo tranquilizaba, por ejemplo, que la Argentina se diferenciara de los otros países del continente latinoamericano por su mayoría blanca y de  clase media. Jorge Luis Borges había tocado el corazón de ese orgullo al escribir en un folleto turístico de la Compañía aérea Varig: “República Argentina es, como el Uruguay, un país de clase media” . Pero, tomados de a uno, los burgueses se creían por encima de semejante definición. A muchos de ellos no les avergonzaba declarar que sus familias habían pertenecido a esa categoría social, pero no la aceptaban para sí: quizá porque la juzgaban compuesta por seres anónimos o condenados al anonimato, indefinidos y  tibios; porque clase media era apenas -según ellos- el eufemismo con que los sociólogos suelen designar a la clase mediocre.
Durante los dos primeros años del régimen de Onganía, el Burgués Nacional sintió que, por fin, el Gobierno encarnaba sus puntos de vista: la política, la educación, el sexo y hasta el dólar (aunque esa sea otra historia) fueron puestos bajo el control severo de la autoridad; la oscuridad fue aniquilada en los clubes nocturnos y la figura del inspector Luis Margaride suplió a la del Ángel de la Guarda. Cuando el presidente inauguró la Exposición Rural desde una carroza principesca, el Burgués Nacional suspiró con la misma admiración que sentían las obreras de los años 40 al descubrir el vestuario y la mansión de Zully Moreno en las páginas de Radiolandia: Onganía era el padre chapado a la antigua que había descendido sobre el país para poner a salvo el principio de autoridad. Con él no eran posibles la confianza ni el tuteo. Ante los primeros conatos de humor, el chistoso sucumbía sin apelaciones: los decretos regíos ejecutaron temprano a Tía Vicenta (julio de 1966), luego Azul y Blanco (octubre de 1967) y a Primera Plana (agosto de 1969).
Sin embargo, cuando la mano pesada del presidente comenzó a perturbarles la digestión, los burgueses desdeñaron la vieja cautela y optaron por plegarse a los alzamientos populares.
Los sociólogos han puesto en claro que la clase media no inició el Cordobazo ni las movilizaciones de Rosario y Tucumán; simplemente, se sumó a ellas, les prestó su adhesión. Pero todavía no se ha examinado bien por qué el descontento (y su secuela de protestas callejeras) prosperó más en las zonas ricas (en 1972 fueron Mendoza y el Alto Valle del Río Negro), donde la clase media tiene el apetito más ejercitado por las tentaciones del consumo, que en las regiones deprimidas del nordeste, de Catamarca, Santiago, o el norte de Santa Fé.
Es que el Burgués Nacional, si bien se ha resignado a servir de colchón, tiene un límite de resistencia. La sociedad de consumo le pone todo el día por delante zanahorias doradas que permiten a quien las come vivir la ficción de que pertenece a la clase dominadora: cuando flaquea, cuando cierra los ojos al espejismo, las tarjetas de crédito aparecen para convencerlo de que ninguna felicidad es imposible. Y él se siente conquistado por estas nuevas formas que vienen a liberarlo de la inicua libreta de almacén. Con el apetito abierto el Burgués Nacional se empobrece comprando. En un momento dado, toma conciencia de que el automóvil de lujo, las vacaciones privilegiadas, las moquettes, las casas de fin de semana, las piletas de natación, los balcones estrepitosos, los restaurantes caros, la mudanza trimestral del guardarropa son dones que le están vedados. Y sin embargo estos dones se le cruzan todos los días por las orejas y los ojos: están en las páginas de los diarios, en las tandas de televisión, en los murales callejeros. Entonces, cuando se sabe irremediablemente burgués, admite al fin que su ideología individualista ha entrado en crisis y que la única salida posible es dar vuelta la sociedad como un guante.
Cada vez que se queja, es fácil probarle que carece de motivos: nadie le cerró jamás las puertas del gobierno, nadie lo forzó a comprar o a desvelarse por el status. Pero no se le explica que su falta de ideología le impidió usar el gobierno para tomar el poder, que su miedo al compromiso lo privó de elegir un líder propio, que la paz le fue enajenada por las Bellas Manzanas del Paraíso Consumidor. La frustración incesante ha convertido al burgués argentino en el mejor candidato a la vida marginal. Cuando es un idealista, elige la rebeldía política; cuando quiere preservar su individualismo, se inclina por la experiencia hippie o por la droga. Obviamente, esas salidas son impropias del burgués adulto: a éste solo suele quedarle el consuelo -si tiene lucidez- de seguir peleando para obtener más dinero sin que lo molesten.
No son los burgueses quienes cambian, sino los tiempos.
Porque, como enseña la geometría, el único punto de la esfera que no se mueve es el centro. El axioma era más férreo aquí que en cualquier otra parte, hasta que la contradicción entre las ganas de consumir y la falta de medios para hacerlo comenzó a desplazar el centro de su lugar. La tijera que corta a los burgueses fue siempre la misma, pero en la Argentina la tijera se ha vuelto loca, justo ahora, que no hay médico a mano.

* TOMAS ELOY MARTINEZ (1934-2010)
Periodista y crítico cinematográfico, sus notas fueron publicadas en más de 200 diarios alrededor del mundo, entre ellos el New York Times.
Nació en San Miguel de Tucumán, Argentina. Se graduó como licenciado en literatura española y latinoamericana en la Universidad Nacional de Tucumán y, en 1970, obtuvo una Maestría en Literatura en la Universidad de París VII.
Entre sus libros figura la novela Santa Evita, traducida al mayor número de idiomas de toda la literatura argentina.

Trabajos desempeñados

  • Crítico de cine para el diario La Nación (1957-1961)
  • Jefe de redacción del semanario Primera Plana (1962-1969)
  • Primer director de Telenoche Canal 13 (1966)
  • Entre 1969 y 1970 fue corresponsal de la editorial Abril en Europa, con sede en París
  • Director del semanario Panorama (1970-1972)
  • Dirigió el suplemento cultural del diario La Opinión (1972-1975)
  • Editor del Papel Literario del diario El Nacional (1975-1977)
  • Asesor de la Dirección de ese mismo diario (1977-1978)
  • Fundador de El Diario de Caracas, del que fue director de Redacción (1979)
  • Cofundador del diario Siglo 21 de Guadalajara, México (1991-1998) 

Premios
2002, Premio Internacional Alfaguara de Novela por El vuelo de la reina
2008, Premio Cóndor de Plata a la trayectoria. Asociación de Cronistas Cinematográficos de la Argentina
2009, Premio Ortega y Gasset de Periodismo a la Trayectoria Profesional

Libros

  • 1961: Estructuras del cine argentino (ensayo)
  • 1969: Sagrado (novela)
  • 1974: La pasión según Trelew (relato periodístico); cuya tercera edición fue quemada en la plaza del III Cuerpo de Ejército, en Córdoba, por la dictadura militar
  • 1978: Los testigos de afuera (ensayo de crítica literaria)
  • 1979: Lugar común la muerte (colección de relatos)
  • 1982: Ramos Sucre. Retrato del artista enmascarado (ensayo de crítica literaria)
  • 1985: La novela de Perón (novela)
  • 1991: La mano del amo (novela)
  • 1995: Santa Evita (novela); la novela argentina más traducida de todos los tiempos
  • 1996: Las memorias del General; una crónica sobre los años 70 en Argentina
  • 1999: El sueño argentino
  • 2000: Ficciones verdaderas
  • 2002: El vuelo de la reina (premio Alfaguara 2002)
  • 2003: Réquiem por un país perdido (ensayos y crónicas periodísticas).
  • 2004: Las vidas del General
  • 2004: El cantor de tango (novela)
  • 2006: La otra realidad (antología)
  • 2008: Purgatorio (novela)
  • 2011: Argentina y otras crónicas (ensayos y textos periodísticos)