Eran días alborotados, raros y felices. La victoria se dibujaba en los rostros de los perdedores de siempre. Los acostumbrados a las malas noticias, portadores anónimos del yugo de dolor, flagelados por el hambre y asfixiados por la tristeza, disfrutaban el resplandor de aquella luz que iluminaba el alma.

La esperanza, por fin nacida, era cercana y poderosa. Su estela paseaba por los senderos que el pueblo caminada a diario. No eran historias lejanas en el tiempo y las distancias, sino una realidad maravillosa que llenaba de expectativas al corazón más lúgubre.

Tres años de buenas noticias; gratas sorpresas cotidianas afianzaban la convicción: los vientos habían cambiado… traían buenas razones para creer.

Con la fuerza de un turbión, aquellos rumores lejanos fueron creciendo semana a semana, milagro a milagro. Desde las norteñas playas de Galilea, hasta inundar cada barrio de Jerusalén, todos hablaban del nazareno, el hijo del carpintero. Rumores, que ya no eran ningún secreto, corrían por las calles, las rutas, las aldeas, los pueblos y la gran ciudad.

Tácitas preguntas recorrían la mente de todos… ¿Será este un libertador como lo fue Moisés?… ¿Nos emancipará de Roma?… ¿Es este el Mesías prometido?

Cuando llegó aquel extraño sábado, en el ambiente flotaban sensaciones diversas, pero ninguna de ellas se asemejaba al reposo.
Los líderes religiosos y políticos hebreos estaban alterados… presagiaban el final de su dominio, a menos que pudieran asesinar a aquel que, con su sola presencia, los amenazaba.

Los romanos, emperadores nunca distraídos, aún siendo superiores y poderosos, observaban todos los movimientos políticos y sociales de ese pueblo y cultura tan diferentes. Era necesario entender cada cambio, pues Judea ya les había traído más de un dolor de cabeza.

El gran obstáculo que enfrentaban quienes anhelaban deshacerse de aquel peligro era el pueblo. La masa ilusionada, iluminada de alegría que tampoco reposaba… todos anhelaban el fin de la noche. Movilizados, aunque sin organizarse, el inconsciente colectivo vertía bajo la piel de cada uno de ellos una convicción casi química: el reposo terminaría al liberar el alma en un grito: ¡¡¡TENEMOS UN NUEVO REY, JUSTO Y PODEROSO!!!

Jesús, quien para fastidio de los religiosos hacía de ­solemnes e inquebrantables días de reposo sus horas de mayor actividad, curiosamente, aquel sábado, eligió refugiarse en esa aldea que era su hogar cuando estaba en Judea. (1)
La apacible y pequeña Betania, apenas dos mil setecientos metros distante de la venerada Jerusalén, se levantaba recóndita en el camino oriental, ese que conduce a los desiertos que finalizan en el mar Muerto. (2)

Un macizo montañoso dividía a la gran ciudad, epicentro del poder religioso y político de la aldea preferida por Jesús, separándolas dramáticamente. Ese monte de poca altura, insignificante por su tamaño, estaba sembrado de olivares. Un milenio antes de aquellos días, su cuesta había sido marcada por el dolor con que el rey David había huido con la cabeza cubierta y los pies descalzos. Envuelto en lágrimas, había marchado al exilio más cruel provocado por las intensiones asesinas de su hijo Absalón, sangre de su sangre, que tras sublevarse había intentado quitarle la vida. Él y el pueblo, que no lo abandonó, habían llorado aquellos senderos. (3)

Tan cercanas y tan lejanas; el dolor las dividía… Una, cobijaba perseguidos; entretanto, la otra, religiosa e inmarcesible, asesinaba profetas. (4)
Aquel Monte de los Olivos, escenario de tantos momentos de tensión, se aprestaba para vivir sus horas más trágicas. (5)

Descendiendo la ladera este, en la pequeña villa, vivían varios amigos de Jesús. Entre otros, Simón, aquel del cruel sobrenombre. Era conocido como “el leproso”, pues había sido víctima de esa enfermedad implacable, que condenaba al ostracismo seguido de una muerte dolorosa y solitaria. Además, era el estigma de la condena religiosa, ya que quien la padecía era considerado un pecador inmundo. Sin embargo, en el caso de Simón, toda vez que oía que lo nombraban con aquel brutal apodo, un dulce recuerdo acariciaba su alma. La sensación inolvidable del tierno toque de la laboriosa mano sanadora del hijo del carpintero, cuando aquel día, violando la Ley que impedía tocar a un leproso, con su caricia redentora lo había librado de la muerte, el dolor y la soledad.

El bullicio y las risas alborotadas eran incesantes. Todos sabían que vivían las vísperas del gran día. Mientras tanto, tras la puerta, una mujer contenía su respiración entrecortada. Con sus músculos tensos y sus lagrimales estallados se aprestaba a desafiar, una vez más, las barreras que la sociedad imponía, que la relegaba por su sexo y le impedía entrar en aquella sala reservada solo para hombres. (6)

A pesar de su valentía, temblaba como una hoja al viento. En su pecho, contenía una irracional congoja opresora y asesina. Sus pensamientos eran impulsados por las noticias que en todos generaban alegría, pero sus sentimientos se rebelaban inexplicablemente. Aquel dolor agudo, díscolo y certero presagiaba algo que nadie tenía en sus cálculos, pues todos festejaban el triunfo inminente.

Cerró los ojos y recordó el dolor punzante que la había atravesado el día en que Lázaro, su hermano, había muerto. Ella y su hermana Marta conocían cuánto los amaba Jesús; lazos fuertes y permanentes lo unían a su familia, razón por la cual, apenas Lázaro enfermó habían mandado llamar al Maestro. Haber sido testigos de tantos milagros afirmaban su fe: Jesús podía sanarlo.

Sin embargo, el arribo demoró cuatro días y Lázaro no pudo resistir tanto tiempo.
Al verlo llegar, como era habitual en aquellos años, pues su casa era el hogar de Jesús cuando visitaba Judea, la impertinencia del dolor hizo correr a Marta, quien increpando al Señor duramente por su tardanza, le dijo: –Si hubieras estado aquí, mi hermano no hubiese muerto… (7)

Pero la voz clara y fuerte de Lázaro, seguida por su portentosa risa, la sobresaltó haciéndola abrir los ojos.
Una sonrisa mojada de lágrimas inundó su rostro al revivir la emoción y algarabía que habían llenado su corazón cuando vio salir a su hermano de aquel sepulcro. Recordar esos torpes y graciosos movimientos, debido a las vendas empapadas de mirra y aloe con que lo habían envuelto prolijamente de acuerdo al ritual, le iluminó los ojos.
Vívida en su memoria estaba la tierna sonrisa con que el Señor, quien había llorado minutos antes al pararse frente a la tumba de su amigo, miró a todos y ordenó: –Desátenlo y déjenlo ir. (8)

Recordó con gozo cómo el milagro había despertado la fe en los corazones de algunos de sus amigos que habían llegado para consolarla; pero su rostro se ensombreció rápidamente al evocar el odio expresado por otros a quienes creía conocer y en ese momento repelía. Al ver a Lázaro resucitado, salieron de su casa corriendo y, entre insultos, proclamaban su destino. Habrían de acudir ante los fariseos para que movilizaran al Concilio son un solo fin: asesinar a Jesús. (9)

Ella, una mujer valiente y osada, bregaba con silenciosa constancia por sus derechos en medio de un tiempo y una cultura machista. Ella se había abierto paso en medio de ese mundo cruel apretando en sus manos un frasco de alabastro que contenía una libra de perfume de nardo puro. Una fortuna líquida, el valor de los jornales de un varón durante todo un año, que había logrado ahorrar con el esfuerzo de su trabajo.
Ella no dependía de hombre alguno, pues siempre había enfrentado el reto doblegando las normas culturales impuestas, ganándose así la vida y, junto con ello, el respeto de todos. (10)

Tal vez, por esta razón, la naturalidad con la que se había mantenido sentada a los pies del Maestro, absorta por sus enseñanzas, aquel día en que había sido sorprendida por la abochornante reacción de Marta, quien presa en el paradigma de la esclavitud, cumplía con esmero la condena y la sometía a ocupar el lugar que la cultura le asignaba a las mujeres: atender y agradar a los hombres. No era para ellas el escuchar las enseñanzas o debatir sobre los temas candentes, eso era solo privilegio masculino.

Entornando nuevamente sus húmedos ojos, revivió la ira reflejada en los ojos de su hermana, cuando interrumpiendo a Jesús, le recriminó con furia: –Señor, ¿no tienes piedad de mí, que estoy sola atendiendo a todos, mientras que María está aquí sentada a tus pies? Exhalando un largo y prolongado suspiro, volvió a recordar la mirada cómplice de Jesús, trasgresor de pautas sociales, cuando respondió: –Marta, afanada y turbada ess… María eligió la mejor parte, esa que nadie le podrá sacar jamás. (11)

¡Cómo no ser discípula de un hombre que valoraba a la mujer y que con sus actitudes, pensamientos y acciones impulsaba cambios para abolir la discriminación y el menosprecio! Jesús era amable, justo y adelantado para todas las épocas, y eso, para una precursora que se sabía legítima heredera de sus derechos, la encomiaba y entusiasmaba. Ella no suplicaba, vivía la vida con autoridad.
Razones para amar a quien la respetaba y entendía a la perfección.

Ella era María, una de tantas, una de todas.
Debido a su personalidad y forma de vivir, trascendió el nombre de Lázaro. Ella no era “la hermana de”. Para identificarla, la apellidaron con el nombre de su pueblo. Para todos nosotros, ella es María de Betania.

Aquella pequeña e ignota aldea, hoy conocida por su nombre en arameo Beth anya (בית עניא), significa: casa del pobre, casa de los dátiles, casa de aflicción. Albergue de necesitados, sustento para desposeídos, que son alimentados por los frutos de sus extensos palmares, esos que sobreviven en medio del desierto, a través de sus dátiles, ricos en azúcar, hierro, potasio y fósforo. Su significativo nombre proviene de la voz griega daktilos (δακτύλος), que significa: “dedos”. Dedos de una mano extendida y abierta para todos.

Quizás, por eso, ella, marcada con el nombre de su pueblo, era María Sensible, María Dolor, María Esperanza, María Amor. Tan empática como para percibir sin entender, que aquel estado de fervor en el pueblo, era el preludio del llanto y el sufrimiento.

Sin pensarlo, se precipitó en la sala.
Su hermano la miró sorprendido. Ella, veloz, rompió el frasco de alabastro, ese que tanto cuidaba por ser su orgullo, el emblema de su femenina independencia.
Rápidamente, vertió el costoso elixir sobre la cabeza de Jesús que se hallaba sentado a la mesa (12). Ante la sorpresa general, el Señor gozaba mientras que el denso perfume se deslizaba lentamente por su pelo, rostro, pecho y espalda, para al fin llegar a los pies… No se había desperdiciado ni una gota, pues María, inmediatamente, se había arrodillado ante su Señor enjugando el sobrante con sus cabellos. La casa se llenó de aquella fragancia única, una pócima compuesta por nardos, aceite, lágrimas y amor. (13)

Rápidamente, los insensibles levantaron la voz en juicio; el peor de ellos, el rufián que sustraía dinero de la bolsa: –¡Podríamos haber vendido el perfume y haber dado el dinero a los pobres! (14)
Argumentos macabros que siguen esgrimiéndose hasta hoy… los pobres siempre resultan un buen argumento a la hora de robar.

Jesús detuvo la vana conspiración develando la razón de aquella unción… Era para su sepultura: ella estaba cumpliendo de antemano el ritual judío para con los cuerpos difuntos. El desconcierto no fue poco, pues todos palpitaban la alegría de sentirse en las vigilias de la hora de mayor gloria, el apogeo de la vida y obra del Maestro.

La mañana llegó y los hombres marcharon hacia la gran ciudad. Eran los días de la fiesta y Jerusalén era un hervidero de gente. Muchos, al oír que el Señor llegaba, salieron a su encuentro con ramas de palmeras para formar arcos de bienvenida. Montando un burrito prestado, entró en medio de ellos, cumpliendo así lejanas profecías. Las miradas atónitas de sus discípulos se entrecruzaban; ellos esperaban vivir horas gloriosas, pero jamás hubiesen imaginado ver a la ciudad rendida a los pies de Jesús y, mucho menos, escuchar a los fariseos morderse las muelas mascullando rabia porque el pueblo iba tras Él. (15)

El asombro iba en aumento; inexplicablemente, unos griegos aparecieron en medio de Jerusalén buscándolo para conocerlo.
Sin embargo, Él parecía monotemático hablando de su muerte. (16)

La gente alborozada gritaba su nombre y alababan a Dios. (17)
También, reconocían a Lázaro y lo señalaban entre la multitud, pues la noticia de su resurrección corría como reguero de pólvora. (18)
Quedaba en claro la razón por la cual los principales sacerdotes habían tramado asesinar también al hermano de María. Al verlo vivo, muchos judíos creían en Jesús y se hacían sus discípulos. (19)

Cuando el sol llegó al horizonte, fue la hora del retorno… El regreso a Betania (20) para dormir seguros, lejos de la ciudad plagada de religiosos, puntillosos ante los pecados ajenos, pero propietarios de una teología indulgente para con sus intensiones asesinas.

María de los pobres, del dolor y del amor, los vio llegar y los escuchó aturdida. Los doce, junto a Lázaro, Simón y los otros, no cesaban de hablar y contar sus sensaciones ante el extraordinario baño de amor popular que Jesús había experimentado. Por momentos, relataban con desconcierto la preocupante obstinación del Señor en hablar sobre su muerte; pero eso duraba solo unos segundos… rápidamente, volvía la algarabía.
Imagino las miradas silenciosas entre la sensible y empática María y su Maestro ya ungido. Ellos sabían que el tiempo corría veloz.

Cuando llegó la noche en la que Jesús se puso en pie con la copa de vino para anunciar la llegada del Nuevo Pacto, después de una intensa discusión sobre quién sería el mayor –temas que aburrían e indignaban al Señor–, les habló de la peligrosidad de los días venideros. Al terminar, caminaron rumbo al Monte de los Olivos. Cansados, los discípulos se dormían, mientras Él derramaba su alma en una oración, conmoviendo a la tierra y al cielo, sudando grandes gotas de desesperación teñidas de sangre.
Cuando ya se retiraban, un beso traicionero cortó su alma dejando a todos sin respiración. Era Judas, quien encabezaba la turba que venía a llevárselo. (21)

Sola en su casa, con lágrimas constantes de amor consciente, María del Dolor unificó la razón con el corazón. Entendió el significado del nardo que, desde el día de la unción, impregnaba su pelo. Y supo que solo ella, por la sensibilidad, pasión y entrega, compartía el olor con la piel del Maestro.

Decisiones que nos posicionan hablan con contundencia de las intensiones del alma.
Vivir junto a los necesitados, preludia una vida de testimonios y maravillas.
Ser permeable a las emociones más incomprensibles, dejando a un lado el fastidioso empeño de querer entenderlo todo, nos permite ingresar en un mundo profundo e insondable plagado de sorpresas. En este, los lazos que nos unen son como cordón de tres dobleces, inexplicables y, a la vez, indestructibles (22).
Es sublime portar la misma fragancia de Jesús, pero para ello, es necesario sentir como Él siente, aún cuando no logres comprender qué es lo que advierte tu alma.

Tal como Lázaro, al tercer día, Jesús dejó la tumba fría.
Durante cuarenta días, anduvo con los suyos. Su primer encuentro comenzó en la norteña Galilea, donde sorprendió a sus amados con un asado en medio de la playa.

Pasadas aquellas inolvidables jornadas de sorprendentes encuentros, llegaba el final de una etapa como el crepúsculo de un día…

Jesús escogió el lugar de su partida. Sin dudas, sería desde allí, desde “la casa del pobre”, donde una mujer, María, fue la única persona que tuvo el privilegio de ungir a Jesús.

Luego los llevó de allí a Betania, y levantando sus manos los bendijo.
Pero sucedió que, mientras los bendecía, se apartó de ellos y fue llevado a las alturas del cielo. Ellos lo adoraron, y después volvieron muy felices a Jerusalén; y siempre estaban en el templo, alabando y bendiciendo a Dios. Amén. (23)

  1. Marcos 14.3
  2. Juan 11.18
  3. 2da de Samuel 15 (30)
  4. Mateo 23.37
  5. Lucas 22.39-53
  6. Juan 12.1-3
  7. Juan 11.20-21
  8. Juan 11.38-44
  9. Juan 11.45-57
  10. Juan 12.3
  11. Lucas 10.38-42
  12. Mateo 26.7
  13. Juan 12.3
  14. Juan 12.4-6
  15. Juan 12.12-19
  16. Juan 12.20-36
  17. Marcos 11.9-10
  18. Juan 12.17
  19. Juan 12.9-11
  20. Marcos 11.11
  21. Lucas 22.39-53
  22. Cantar de los cantares 4.9-12
  23. Lucas 24.50-53 (RVC)