Por Guillermo Prein
Tras su descubrimiento por Cristóbal Colón, el 5 de diciembre de 1492, la isla bautizada “La Española”, pasó a formar parte de la corona ibérica.
Habitada por las etnias arawak, caribes y taínos, su población estimada entonces era de unos 300.000 habitantes que, para 1540, habían desaparecido en su totalidad por las pestes importadas desde Europa por los españoles.
Tras diferentes movimientos de despoblación, el poder del gobernador fue menguando, haciéndose asiento de bucaneros y piratas.
En 1697, España cedió a Francia esa parte de la isla por el Tratado de Ryswick, constituyéndose el Saint Domingue francés.
En el siglo XVIII, el Haití colonial, ocupado por Francia bajo un férreo y cruel sistema esclavista para nada compatible con los ideales de la Revolución Francesa que aquí se traducía de una manera esclavizante, contaba con una población de 300.000 esclavos y apenas 12.000 personas libres, blancos y mulatos principalmente.
Dicha esclavitud no era para venta, ya que residían en la Isla. Era la mano de obra que trabajaba los campos azucareros… fuente de riqueza que hacía que esta pequeña isla le aportara a Francia el 25% de sus ingresos en el siglo XVIII.
El 14 de agosto de 1769, se habría producido en Bois-Cayman una ceremonia del sacerdote vudú Boukman que es considerada como el punto de partida de la Revolución Haitiana.
Los españoles y franceses –portadores de cruces- por su avaricia, torturaron, esclavizaron y mataron a un pueblo indefenso, alejándolo de quien podía hacerlos verdaderamente libres.
Personeros de coronas que llevaban estandartes pero no conocían y mucho menos representaban a Jesús. Esgrimían cruces como elementos de conquista y poder, quizás por ser un emblema que los identificaba como partidarios de la tortura y la muerte.
El largo proceso emancipador tiene por protagonista a François Dominique Toussaint-Louverture quien, entre 1793 y 1802, dirige la Revolución Haitiana con sagacidad, enfrentando a españoles, ingleses y franceses, hasta su captura, destierro y muerte en Francia.
En 1803, Jean Jacques Dessalines vence definitivamente a las tropas francesas en la batalla de Vertierres y, en 1804, declara la independencia de Haití, proclamándose Emperador.
En 1822, las tropas haitianas, inspiradas por el mismo espíritu de muerte que antes los sojuzgó a ellos, invadieron la parte oriental de la isla, La Española (República Dominicana), que recobraría su independencia en 1844.
La Haití libre, no pudo despegar económicamente.
¿Por qué una colonia pujante no logra prosperar tras su libertad?
A malos gobiernos y mercados cerrados por sus antiguos conquistadores para sus productos, se suma que la Francia revolucionaria de la fraternidad, igualdad y libertad, impuso a su ex colonia una indemnización para no seguir explotándolos.
Una lisa y llana extorsión al más puro estilo mafioso, teñido por el idioma diplomático galo.
La deuda se pagó en 50 años con los dineros que comprensivos prestamistas les facilitaron.
La gran inestabilidad política del país, sumada a la preocupación de los banqueros de Nueva York, tenedores de la mayor parte de la deuda haitiana, convenció al entonces presidente Wilson.
Dicho temor financiero sirvió como pretexto a Estados Unidos para invadir Haití en 1915 con sus Marines y, así, ejercer un control absoluto hasta 1934.
El cobro de la deuda con mano de obra esclava, sumado a materias primas usurpadas, empobrecieron más al país.
Desde 1934 a 1956 se establece un período de batallas casi tribales por el poder.
François Duvallier, médico y más conocido como “Papá Doc”, fue ministro de salud en Haití, hasta que por oponerse a un golpe militar se exilió. Volvió en 1956 tras la amnistía y, en 1957, fue elegido presidente.
Por medio del vudú y la fuerza (al que no dominaba espiritualmente, lo asesinaba) fue desarrollando una tiranía de las más crueles que la historia recuerde.
Tras la reforma de la Constitución, logró la presidencia vitalicia con derecho a la sucesión.
Su poder llegó a ser tal que, en 1966, firmó un convenio con el Vaticano, por medio del cual, Papá Doc nombraba a los obispos y, de esa manera, dominó al catolicismo…
Persiguiendo a quien se opusiera a su poder demoníaco y político, destruyó la pobre educación existente y controló la religión en forma absoluta, con la excepción de una Iglesia Santa y reprimida por todos los medios posibles. Una Iglesia casi clandestina.
Muerto en 1971, fue sucedido por su hijo de solo 19 años, Jean-Claude Duvalier, “Baby Doc”, quien continuó en la línea de su padre.
Esta tiranía, derrocada en 1986, dejó a Haití en el primer puesto mundial de analfabetismo, pobreza y el más desastroso estado sanitario.
La dictadura iniciada en 1957 aseguró esa parte de las Antillas -cercana a Cuba- con el objetivo de impedir que las ideas revolucionarias y comunistas se expandieran por las Islas.
No importó en nada el alto costo en vidas que este proceso acarreó.
A su vez, depredaron sus riquezas.
En Haití no quedaron ni árboles. Es doloroso ver cómo cambia la topografía cuando uno atraviesa la frontera dominicana.
En su furia, el pueblo, al derrocar a Jean-Claude, desenterró el cadáver de Papa Doc para apalearlo…
Luego, comenzó una nueva sucesión tribal por el poder, que terminó en 1990 cuando, en elecciones democráticas, fue elegido presidente Jean Bernard Aristide.
Aristide sufrió en las dictaduras que sucedieron a Baby Doc muchos intentos de asesinato por sus ideales que comenzaban a hacerse muy populares.
No obstante, el clima de fraude imperante decidió presentarse a las elecciones de 1990, que ganó por un 60% de los votos, lo que expresa el deseo de cambio de este pueblo sufrido y esclavizado.
Aristide es un ex sacerdote católico, criado en escuelas salesianas.
Si bien no era una garantía de espiritualidad, por lo menos, estaba alejado del vudú.
Recordemos que se crió en instituciones católicas que eran dominadas por Papá y Baby Doc.
La ilusión del pueblo en esta nueva etapa fue truncada con el golpe militar que, un año después, fue perpetrado por el general Raoul Cédras.
La ambigüedad de Washington decía apoyar a Aristide, pero no hizo nada para restituirlo.
Esta situación finalizó en el año 1994 pues, desintegrada la URSS, ya no existía el peligro comunista; entonces, no había sentido de sostener impresentables tiranías militares ultraderechistas…
El cambio de gobierno en los Estados Unidos, cuando el demócrata Bill Clinton reemplazó a los republicanos, sumado a la presión y el bloqueo internacional, contribuyeron a la restitución del presidente Aristide para que terminara su mandato, después de 3 años de ausencia, el cual finalizó en 1996.
En 2001, Jean Bernard Aristide volvió a ser elegido presidente.
Su política giró hacia la izquierda –quizás obedeciendo a las ideas que siempre sostuvo, lo que motivó su primer derrocamiento– reestableciendo relaciones con Cuba y acercándose al presidente venezolano Hugo Chávez.
Esto enervó a ciertos grupos de la elite conservadora y a los militares locales, tanto como a Estados Unidos ya bajo el gobierno de G. W. Bush.
Por medio de su Secretario de Asuntos Latino Americanos Otto Reich (cubano-americano, ex embajador en Venezuela y funcionario de las administraciones Reagan, Bush y Bush) montaron un terrible golpe de estado.
El pueblo, defendiendo a su presidente Aristide, resistió; las matanzas fueron tan terribles que el gobernante de facto Boniface Alexandre debió pedir la intervención de la ONU, que envió a los cascos azules para intentar tranquilizar a un pueblo enardecido.
La Misión de las Naciones Unidas para la Estabilización de Haití (Minustah) se estableció al ver que la misión de los Cascos Azules se prolongaba en un país sublevado. Ella permanece hasta hoy, garantizando la “pax” de un pueblo reprimido.
Aristide vive exiliado en Sudáfrica.
Más allá de los Cascos Azules existentes, presididos en este momento por Brasil, y que debieron ejercer la dirección operacional de ayuda tras el terremoto del 12 de enero de 2010, llegaron a la Isla 12.000 efectivos del Ejército norteamericano que tomaron el control impidiendo, durante 4 días, la distribución de alimentos, agua y medicamentos, hecho que fue denunciado por ONGs instaladas en Haití por más de 10 años y por varios gobiernos, lo cual motivó las airadas protestas de países como Francia, España y demás latinoamericanos ante la ONU.
Vudú, violencia, pobreza, analfabetismo y muerte, sumado a la avaricia de religiosidades pseudo cristianas dominantes, realizaron la obra de un príncipe, el de las tinieblas, que parece afincado en aquel Puerto.
Será cuestión de encontrar mayor cantidad de pastores que pongan su vida por las ovejas.
Misioneros que acudan velozmente a Su llamado y una Iglesia que los sostenga sin hacerse rogar (por ofrendas, oraciones y equipos de trabajo), dispuestos los unos y los otros a poner la vida (tiempo, ilusiones, dinero) por esas ovejas y las otras, las del otro rebaño.
Así atraemos el amor de Dios… no vestidos de trajes blancos en servicios “hollywoodenses” de falsas piedades: ministros y pueblos que aman esas formas televisivas –muy espirituales– de llantos y compasiones dos veces por semana.
Volvió, pues, Jesús a decirles: De cierto, de cierto os digo: Yo soy la puerta de las ovejas.
Todos los que antes de mí vinieron, ladrones son y salteadores; pero no los oyeron las ovejas.
Yo soy la puerta; el que por mí entrare, será salvo; y entrará, y saldrá, y hallará pastos.
El ladrón no viene sino para hurtar y matar y destruir; yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia.
Yo soy el buen pastor; el buen pastor su vida da por las ovejas.
Mas el asalariado, y que no es el pastor, de quien no son propias las ovejas, ve venir al lobo y deja las ovejas y huye, y el lobo arrebata las ovejas y las dispersa.
Así que el asalariado huye, porque es asalariado, y no le importan las ovejas.
Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas, y las mías me conocen, así como el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; y pongo mi vida por las ovejas.
También tengo otras ovejas que no son de este redil; aquéllas también debo traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño, y un pastor.
Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar.
Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo.
Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar.
Este mandamiento recibí de mi Padre.”
San Juan 10.7-18
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