Cuando el dedo de la historia te señala…
La tarde se había vuelto bulliciosa. El ruido de la urbe impactaba, sobre todo, a quien llegaba de la tranquilidad bucólica. Eran los días de la gran fiesta y la ciudad hervía en preparativos.
Simón, aquel campesino que había dejado atrás sus tierras africanas, entró en Jerusalén en un horario inacostumbrado. La pascua se acordaba de los obreros alivianándoles, tan siquiera por unos días, las duras jornadas rurales.
Envuelto en un torrente de gente, de pronto, se vio frente a un espectáculo cruel: tres hombres cargaban las cruces en las que serían tortuosamente asesinados.
No se sorprendió.
Por aquellos días, los romanos no hacían distingos a la hora de aplastar sediciones. Tanto daba culpable o inocente a la hora de infringir el castigo que se volvía didáctica amenaza para todos los súbditos del Imperio. “Con Roma no se juega…”.
El plan macabro incluía la vergonzosa y atroz caminata con el instrumento de tortura a cuestas, el mismo que sería empleado en la lenta y despiadada ejecución. Así, la persona era humillada y, a su vez, el pueblo era advertido. Usando la vieja y eterna pócima paralizante de la humanidad, el miedo, los romanos ejecutaban la forma más pura del terrorismo de Estado.
Miradas en silencio, entrecruzadas por algunos de ellos, daban cuenta de la verdad comprendida: hoy eran esos los reos, pero mañana, cualquiera podría ocupar su lugar.
Otros, sin embargo, presos de la mentira disfrazada de verdad absoluta, gritaron “crucifícale”, cuando el higiénico procurador Poncio Pilato preguntó al pueblo cautivo qué debía hacer con Jesús.
Capacidad del poder religioso-cívico-militar, vieja alianza que, cuando se amalgama, da a luz a los eternos verdugos de la conciencia y dueños del patrimonio legal. Tiranos impiadosos que imponen su cultura inapelable y asesina, basados en la legitimidad del poder de la fuerza.
Cuando el centurión le ordenó cargar la cruz, Simón no dudó.
Su africana empatía campesina lo colocó inmediatamente al lado del nazareno, a quien por su fama y apego, todos lo llamaba “el galileo”… Raíces de amor que desconocen padrones geográficos. Uno es parte del lugar y la gente que ama.
El silencio se adueñó del camino hacia el Gólgota, en el cual, la voz del llanto de las mujeres se amplificaba dramáticamente.
Débil por la tortura recibida, escuchó que les decía:
“Hijas de Jerusalén, no lloren por mí; lloren más bien por ustedes y por sus hijos. Miren, va a llegar el tiempo en que se dirá: “¡Dichosas las estériles, que nunca dieron a luz ni amamantaron!”
Entonces dirán a las montañas: “¡Caigan sobre nosotros!, y a las colinas: ¡Cúbrannos!”
Porque si esto se hace cuando el árbol está verde, ¿qué no sucederá cuando esté seco? (1)
Llegaron al “lugar de la calavera”, allí donde las cruces se erguían hiriendo la tierra y cortajeando el cielo. El elegido dejó en el piso la cruz y se retiró a un lado para contemplar la faena que los soldados realizaban con mecánica destreza, fruto de la práctica constante.
El elegido fue uno de nosotros… hombre de callosas manos y sonoros silencios, de espaldas labradas a base de esfuerzos.
No sabemos si lloró, pero sí, que su sudor impregnado en la cruz se unió al sudor de Jesús.
Imagino que, con un dejo de amor y agradecimiento, la mirada del Salvador inundó el alma de Simón, el elegido. Aquel obrero rural, norafricano de nacimiento, nos representaba a todos los que somos parte del pueblo, los anónimos de siempre. Él acompañó a Jesús en el momento más importante de su misión en la tierra, por ser representante de los “nadies” de este mundo, aquellos que no pasan desapercibidos en los cielos.
Simón se llevó en el corazón todo lo recibido en aquellos breves momentos del encuentro que marcó su vida. Desordenado, lo volcó sobre los suyos al llegar a su casa; es que la angustia no pide permiso cuando desborda el alma.
Su mujer y sus dos hijos le escucharon hasta los silencios, esos que explican más que mil palabras. Sin buscarlo, encendió en ellos la misma pasión que lo embargaba.
Desde aquel momento, la familia quedó como suspendida en la ilusión.
Los días pasaron; la fiesta llegaba a su fin cuando el colorado, Rufo (2), el menor de sus hijos, trajo la noticia que corría clandestina entre el pueblo. Con la respiración entrecortada por el mucho correr, decía: “¡Resucitó!, les digo que ¡resucitó!… los soldados dicen que una luz los derribó y la tumba está vacía…”.
Aquel muchacho se volvió un hombre importante en la comunidad que, a pesar de ser perseguida, crecía rápidamente. Tanto es así, que se lo menciona en un evangelio escrito treinta y cinco años después de estos acontecimientos:
“Los soldados salieron con Jesús, y en el camino encontraron a un hombre llamado Simón, que era del pueblo de Cirene. Simón era padre de Alejandro y de Rufo; regresaba del campo y los soldados lo obligaron a cargar la cruz de Jesús.” (3)
Este registro histórico del elegido y sus hijos fue inmortalizado por Marcos, el sobrino de Bernabé, aquel levita chipriota que había llevado consigo a Antioquía al despreciado Saulo (4), otrora asesino, a quien, una vez perdidos los miedos, todos llamaban Pablo (5) por su economía anatómica.
Quizás, por razones de su misión, volvemos a encontrar al pelirrojo en la ciudad de Roma.
Aquel hijo del obrero africano elegido es ahora simplemente “el elegido”, según lo remarca Pablo en el saludo a la comunidad que allí estaba: “Saluden a Rufo, escogido en el Señor, y a su madre y mía”. (6)
Una nueva mención de aquella familia: esta vez, la madre del colorado Rufo, la esposa de Simón de Cirene, es la elegida, a quien Pablo había adoptado como su madre.
¿Cómo sería aquella mujer, que se enamoró y formó su familia con obrero inmigrante…? Cuántos dolores cobijó, cuánta esperanza transmitió, cuánto amor derramó sobre los suyos y los otros, esos que pronto agrandaron su familia, como Pablo, aquel aguerrido apóstol de mil batallas, quien dejó registrado por única vez en sus escritos el amor de una mujer que lo cobijó maternalmente bajo su regazo.
Es que para ser elegido no es requisito ser notable ni notorio.
En un mundo enfermo de “éxito”, descubrir las razones de la elección divina nos tiran un cable a tierra, nos ubican, nos transforman.
La empatía del inmigrante, la sencillez del obrero y la calidez de corazones de una familia abierta, atraen al mismísimo Creador del Universo.
Parámetros eternos para ser elegido.
(1) Lucas 23.28-31 (NVI)
(2) Rufo: del latín, rufus, colorado, pelirrojo. Deriva de ruber, rojo en latín.
(3) Marcos 15.21 (TLA)
(4) Saulo: nombre judío, que etimológicamente significa ‘invocado’, ‘llamado’.
(5) Pablo: Paulus, nombre romano que etimológicamente significa ‘pequeño’ o ‘poco’.
(6) Romanos 16.13 (RV1960 adaptada)