“Ellos… le dijeron: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde, y es casi de noche.» Y Jesús entró y se quedó con ellos.
Mientras estaba sentado a la mesa con ellos, tomó el pan y lo bendijo; luego lo partió y les dio a ellos. En ese momento se les abrieron los ojos, y lo reconocieron; pero él desapareció de su vista.” Lucas 24.29-31 (RVC)
Ayer, al leer estas palabras, la petición de aquellos hombres invadió mi alma. La repetí entre lágrimas, como un anhelo desesperado: “JESÚS, quedate aquí conmigo…”
Disfrutar de su inexplicable presencia es una experiencia única, alucinante. No importa cuán a menudo sientas sus abrazos, cada encuentro es único, diferente, apasionante.
Vivimos días de grandes soledades. La comunicación es abundante, pero el contacto escaso. Nos faltan caricias, abrazos, “te quieros” y silenciosas miradas atentas de ojos llenos de amor. En medio del imperio del individualismo, es bueno poder decirle a JESÚS: quedate aquí conmigo… te necesito.
Cuando terminé ese momento maravilloso a su lado, sentí –como cada vez que esto sucede– que en mi cielo estaba el arco iris, que el diluvio había pasado.
Abrí mis correos, leí los mensajes privados de mis redes sociales y encontré algunos solitarios necesitados de esos abrazos, pero muchos más fueron los que relataban la dulzura de sus caricias. Entonces, recordé sus últimas palabras según Mateo: “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo…”.
Los crepúsculos suelen ponernos melancólicos, incluso, muchos bebés lloran desesperadamente sin motivo al caer el sol. Es que nuestro ADN espíritu-emocional recuerda que nuestros abuelos, Adán y Eva, a esa hora se encontraban con Él.
Por eso, como en Emaús, cuando cae la tarde y la noche llega, es el momento ideal para decirle: JESÚS, quedate aquí conmigo…
Señor te necesito con migo sabes por el momento que estoy pasando con mi hijo me duele verlo así como está ahora traeme paz a su vida dale fortaleza para seguir por el buen camino..